sábado, 12 de noviembre de 2011

Marguerite Yourcenar (Bélgica, 1903, Estados Unidos, 1987): a sesenta años de Memorias de Adriano. ¡Je vous salue, Marguerite!



Mi formación ha sido autodidacta, nada sistemática, yendo de un autor a otro y de un texto a otro, mediando entre uno y otro la recomendación puntual. Así llegué a un libro con "Testimonios y Reportajes", se trataba de "Con los ojos abiertos", entrevistas de un tal Matthieu Galey con Marguerite Yourcenar,(Emecé Editores. Buenos Aires, 1982), a la que así descubría. Su pensamiento, su filosofía de vida --mostrada para mí en esa entrevista realizada en la Isla de Maine, en los Estados Unidos, donde vivía-- me interesó lo suficiente como para comenzar a leerla; así me encontré con su obra novelística: en poco tiempo devoré OPUS NIGRUN, MEMORIAS DE ADRIANO, ALEXIS O EL TRATADO DE UN INÚTIL COMBATE (novela epistolar), entre otros títulos. Para mí, como para muchísismos lectores y de distintas generaciones, su obra más importante, sin desmerecer Opus Nigrun, es MEMORIAS DE ADRIANO. Narrada en primera persona es el mismo Adriano, el Emperador romano del siglo dos, que cuenta su vida. Una vida excepcional que se mira, preguntándose y maravillándose, y se piensa a sí misma. El Pequeño Larousse Ilustrado, en su edición del año 2000, lo define "Príncipe instruido y gran viajero", es este calificativo de "instruido" lo que lo diferenció de otros Emperadores: su amor por la cultura, arriesgo, fue lo que lo llevó a la consideración especial para nuestra escritora y, así, sacarlo definitivamente del Salón de los Manuales de Historia. El culto, inquieto y curioso Adriano, llega a ser, en manos de una gran trabajadora de la palabra precisa, nuestro contemporáneo.
Un cuarto de siglo (1924 a 1950) estuvo Marguerite Yourcenar ocupada en sentir al personaje y el mundo de su tiempo; dice, en los Cuadernos de Notas a las "Memorias de Adriano", que lo escribió, "Con un pie en la erudición, otro en la magia, o más exactaments y sin metáfora, sobre esa magia simpática que consiste en transportarse mentalmente al interior de otro", y más adelante, "Me di cuenta muy pronto de que estaba escribiendo la vida de un gran hombre. Por tanto, más respaldo por la verdad, más cuidado y, en cuanto a mí, más silencio".
Comparto aquí las dos primeras páginas de esta gran, gran novela, --que tiene el agregado especial de haber sido traducida por el joven Julio Cortázar-- con el fin de llevar a que el eventual lector de las mismas se interese por esta exquisita escritora belga que, sin haber nacido en Francia, fue la primera mujer que, en 1980, ingresó a Academia Real Francesa. Finísima pensadora, sutil creadora con una obra rica y diversa que trabajó también el cuento y ensayo.


Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos con venido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre el lecho luego de despojarme del manto y la túnica.. te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hodropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; que me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia, su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites presentes; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaños: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aún recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia. O atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se le ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir del perfil de mi muerte.



NOTA. Tomado de "Memorias de Adriano", de Marguerite Yourcenar.
Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1999.

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