sábado, 23 de julio de 2011

GUSTAVE FLAUBERT: "Memorias de un loco" o de sus primeros firmes pasos hacia la madurez.



Tan sólo tenía 17 años cuando, en 1838, el adolescente Gustave dio finalizado este relato autobiográfico y ya se ven en él trazos maduros, donde no se dejan ver tanteos, vacilaciones, pasos en falso, y si bien aún, quizás, no tiene un estilo definido, posee lo que una prosa deben tener: la facilidad para ser leída en tanto fluidez del relato.Este jovencísimo Flaubert deja sus estudios de Derecho, debido a la fragilidad de sus salud, y se consagra a la literatura. Décadas más tarde se convertiría en un clásico entre los clásicos. Su título consagratorio fue "Madame Bovary", seguido por "La educación sentimental" y de "La tentación de San Antonio", pieza teatral que gustó mucho a J.L. Borges y que le llevó a decir, tan proclive... a magnificar algunas obras y autores, que "... fue el primer Adán de una especie nueva: la de un hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir" (en el prólogo de Antonio Oviedo). Menciono aquí dos novelas, sin restarle importancia dentro del corpus de su obra, "Salambó", riquísima en detalles y descripciones en los tiempos de los faraones, y "Bouvard y Pécuchet", relato de los frustrados intentos de ambos en la educación de un niño.
Les dejo aquí un capítulo de estas Memorias del primer Flaubert, ése que llegó a ser un imprescindible para quienes amamos los clásicos. Un imprescindible para los que hemos sufrido con la campesina Ema, la sedienta Ema, la que insistiría en dar un poco de aire a su rutinaria vida -al lado del rústico médico Charles Bovary- por medio de la lecturas de diversas novelas: insistencia libresca que nos regaló un feliz término: el bovarismo.

MEMORIAS DE UN LOCO. XVIII

"Si tuve algún momento de entusiasmo, se lo debo al arte. Y, sin embargo, ¡qué vanidad, el arte! Querer pintar al hombre en un bloque de piedra, o el alma en unas palabras, los sentimientos mediante sonidos, y la naturaleza sobre una tela barnizada...
No sé qué poder mágico posee la música; soñé durante semanas enteras con el ritmo acompasado de una tonada o con los extensos contornos de un coro majestuoso; hay sonidos que ingresan en mi alma y voces que me regocijan.
Me gustaba la orquesta que rugía con raudales de armonía, sus vibraciones sonoras y ese extraordinario vigor que parece tener músculos y que muere en la punta del arco. Mi alma seguía la melodía, desplegaba sus alas hacia el infinito, ascendía en espiral, pura y lenta, como un perfume hacia el cielo.
Me gustaba el ruidom los diamantes que brillan bajo las luces, todas esas manos de mujer, enguantadas, que sostenían flores y aplaudían; miraba el ballet que daba saltitos, los vestidos rosas ondulantes, escuchaba los pasos caer al compás, miraba las rodillas desprenderse blandamente y las cinturas inclinarse.
En otras ocasiones, absorto en las obras del genio, cautivado por los lazos con que, en aquellos momentos, nos encadena al murmullo de todas esa voces, a la exclamación halagadora, a ese zumbido lleno de encantos, ambicionaba el destino de esos hombres fuertes que manipulan a la multitid como si fuera plomo, que la hacen llorar, gemir, arder de entusiasmo. ¡Cuán vasto debe ser el corazón de aquellos que dejan al mundo entrar en él, y cuán defectuoso es todo en mi naturaleza! Convencido de mi impotencia y de mi esterilidad, comencé a sentir un odio envidioso; me decía a mí mismo que todo eso no era nada, que el azar, nada más, había dictado esa palabras. Echaba barro sobre las cosas más elevada que yo envidiaba.
Me había burlado de Dios; bien podía reírme de los hombres.
Sin embargo, ese humor sombrío sólo era pasajero, y sentía un verdadero placer al contemplar el genio que resplandece en el fuego del arte como una larga flor que abre una roseta de perfume al sol del verano.
¡El arte! ¡El arte! ¡Qué bello es a pesar de su vanidad!
Si hay sobre la tierra una creencia que adoramos, si existe algo santo, puro, sublime, algo que tienda a ese inmoderado deseo de lo infinito y de lo vago que llamamos alma, eso es el arte.
¡Y qué pequeñez! Una piedra, una palabra, un sonido, la disposición de todo lo que llamamos lo sublime.
Desearía algo que no necesitara expresión ni forma alguna, algo puro como un perfume, fuerte como la piedra, inasible como un canto, que fuera a la vez todo eso y ninguna de esas cosas.
Todo en la naturaleza me parece limitado, mezquino, fallido.
El hombre, con todo su genio y todo su arte, no es más que un miserable imitador de algo más elevado.
Desearía lo bello en lo infinito, pero sólo hallo en él la duda".



NOTA: Tomado de, MEMORIAS DE UN LOCO, de GUSTAVE FLAUBERT.
Libros del Zorzal. Buenos Aires, 2004.

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